miércoles, 4 de noviembre de 2009



El dilema del matrimonio homosexual




Frente a las puertas de Adán y Eva




Diana Cohen Agrest



Para LA NACION

La humanidad se ha dividido desde nuestros ancestros más remotos en dos polos sexuados: hombres y mujeres. Esta distinción hoy está siendo puesta en tela de juicio por la tesis de que los roles sociales deben ser deslindados de las determinaciones orgánicas.

Mientras tradicionalmente se adoptó un punto de vista puramente biologista, y se designó "sexo" lo que compete al cuerpo sexuado, masculino o femenino (diferencia anatómica para nada trivial, pues ella es, por lo general, determinante en la posición o el rol que cumple un individuo en la sociedad), en la actualidad la palabra "género" alude a la significación sexual del cuerpo en la sociedad: masculinidad o femineidad. Así, en el marco de esta distinción, el género no depende de la diferencia anatómica, porque se considera una construcción cultural.
En la otra vereda del debate, de si se trata de una convención o de un límite biológico, la antropóloga francesa Françoise Héritier declara que la diferencia de los sexos es una estructura elemental, un "sustrato anatómico" y un "alfabeto universal".
Adoptando ya una ya otra de estas posturas irreconciliables, la constelación de razones invocadas a favor y en contra del matrimonio gay ponen al descubierto las diversas facetas que encierra la legalización de esta unión.
Por empezar, cuando se invoca que la definición misma del término "matrimonio" estipula la unión de un hombre y una mujer se alega que eso es desconocer la índole convencional de las definiciones. Si se incorpora la figura de los contrayentes, se argumenta, el contrato matrimonial puede ser aplicado a las parejas del mismo sexo.
En contrapartida, quienes rechazan la interpretación del matrimonio como un producto de la convención alegan que se trata de una institución humana, una realidad social y antropológica que antecede al orden jurídico: las leyes que regulan el matrimonio se limitan a reconocer y regular una institución ya existente.
Pero los argumentos más invocados en defensa del matrimonio gay son los que sostienen que la libertad incluye derechos tales como la libertad de pensamiento, de creencia, de expresión y a la intimidad, en cuyo marco se es libre de ejercer determinada conducta íntima sin injerencia externa. Por el principio de igualdad ante la ley, todo ciudadano debe gozar de los mismos derechos civiles.

Poniendo un límite a esta reivindicación, se dice que los vínculos estables entre homosexuales constituyen una opción libre de quienes eligen ese modo de relacionarse afectivamente no prohibida por la ley. Como todos los actos no prohibidos, posee garantía constitucional. Pero por definición, no constituye ni puede constituir un matrimonio. No por desigualdad ni por discriminación, sino por imposibilidad física y natural.

Sylviane Agacinski, portavoz que lidera la oposición a este nuevo formato en Francia, señala que "no es la sexualidad de los individuos la que ha fundado el matrimonio y la parentalidad, sino primeramente la distinción antropológica de los hombres y las mujeres".

La resistencia más férrea a la reivindicación de este nuevo formato social proviene, como es de esperar, del ámbito eclesiástico, uno de cuyos sacramentos es el matrimonio patrocinado por Dios como una forma de vida en la que se realiza aquella comunión que implica el ejercicio de la facultad sexual.
Por añadidura, se señala que el matrimonio homosexual no tiene como objetivo la procreación, que es el fin del matrimonio tradicional entre un hombre y una mujer. Y, por ende, está desprovisto de las condiciones biológicas necesarias para engendrar y asegurar la supervivencia de la especie. Lejos de ello, ningún acto corporal entre homosexuales puede generar nuevos seres humanos. Y ante esta imposibilidad, recurrir eventualmente a los medios puestos a disposición por los recientes descubrimientos en el campo de la fecundación artificial -por medio de un útero sustituto puesto al servicio de la pareja gay o de la inseminación con semen de donante cuando se trata de lesbianas- implica recurrir a procedimientos de manipulación del embrión que constituyen una falta de respeto a la dignidad humana y a la consiguiente crianza de niños en un formato familiar homoparental.

Este escenario, donde se presenta el matrimonio gay como un ataque mortal contra la institución familiar, es desmentido por los defensores de este nuevo formato cuando apelan a las arenas de la historia, la cual parece demostrar que aquellas instituciones que no tuvieron en cuenta los cambios sociales acaban por debilitarse, mientras que aquellas otras que se acomodan a los cambios son las que se fortifican: la abolición de la esclavitud o la instauración del matrimonio interracial también fueron vistos como transformaciones nefastas para la sociedad de entonces.
En una línea vinculada con el argumento de que la homosexualidad altera el orden natural, la postura reivindicatoria del matrimonio gay sostiene que no es una afrenta al orden biológico. En una exhibición realizada en 2007 en el Museo de Historia Natural de Oslo, se muestra que el amor entre ejemplares del mismo sexo se ha comprobado en más de mil quinientas especies animales.
Los cisnes son fieles a su pareja toda la vida y también más allá de su muerte, ya sean parejas heterosexuales u homosexuales. El 80 por ciento de los chimpancés pigmeos es bisexual. Al realizar pruebas de paternidad en una colonia de gaviotas, los zoólogos descubrieron que el 20 por ciento de las parejas está integrado por ejemplares del mismo sexo. En el caso de las cacatúas enanas, al parecer, el porcentaje de homosexuales es del 40 por ciento.
¿Cómo puede ir en contra de la naturaleza algo que ocurre tantas veces en el reino animal? Negar en el ser humano un rasgo que se observa en la naturaleza, se aduce, es la expresión de una mirada antropocéntrica que excluye a nuestra especie del ecosistema. Esta hipótesis proveniente de la sociobiología es fortalecida por científicos que probaron que la orientación sexual, lejos de ser una elección entre otras, se halla predeterminada por nuestros genes. Y dado este componente genético, se debería reconocer el matrimonio entre personas del mismo sexo.
Mientras el debate en torno al matrimonio gay se ha centrado en promover derechos iguales para una minoría, se aduce que no puede sino tener drásticas consecuencias para la mayoría. Eliminar la restricción que exige como requisito del matrimonio que sea celebrado entre un hombre y una mujer sería lanzarse por una pendiente resbaladiza y equivaldría a inaugurar la posibilidad de los matrimonios irrestrictos. En particular, se teme que autorizar los matrimonios entre personas del mismo sexo conduzca, a mediano o a largo plazo, a consentir cualquier tipo de matrimonio, sin distinciones de edad, vínculo familiar -violando incluso la prohibición del incesto- y sin atender a otras condiciones que normalmente se tienen por impedimentos para consagrarse en matrimonio.
A esta amenaza que, por el momento, se alega que no es sino un supuesto no probado, se replica que los asesinos convictos, los pedófilos reconocidos, los proxenetas, los traficantes de drogas y de armas son delincuentes que tienen plena libertad para casarse, y lo hacen.
La cuestión del reconocimiento legal del matrimonio homosexual es uno de los retos más complejos dirigidos hacia una institución nuclear de la sociedad que, pese a sus diferentes formatos, ha perdurado a lo largo de miles de años y concierne a ámbitos tan diversos como son el jurídico, el cultural, el moral, el psicológico y hasta el comportamental.
Su debate no tiene por qué ser relegado a las cámaras legislativas, a los tribunales o a las organizaciones no gubernamentales, mucho menos puede depender, como tantas otras decisiones legislativas en la Argentina de hoy, de medidas de fuerza ejercidas por los grupos de presión de una u otra vereda.
A fin de cuentas, el peso de las razones poco o nada tiene que ver con la fuerza con que a menudo son impuestas. Examinar sus aristas, desprovistos de los prejuicios pero conscientes de lo que se juega, nos compete a todos, porque de la aceptación o del rechazo de ese reconocimiento depende, en parte, la organización de la sociedad en la que deseamos vivir.

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